jueves, 19 de abril de 2012

JULIO OBESO GONZÁLEZ, EL POETA

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una estrecha amistad no requiere siempre de mucho tiempo, sino de intensidad y autenticidad en el tiempo compartido. 
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Julio Obeso González es un amigo único, sabio e incongruente, leal y discreto, apasionado y secreto... como el mejor vino en una vida, como el mejor rincón de lectura, como la orilla de la playa en la tarde más apacible de la memoria el poeta y cómplice gijonés es dueño de mis afectos y admiración.
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anoche recibí una breve carta, breve e íntima, que preservo de ojos ajenos, pero acompaño el texto que en ella adjuntaba. 



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al fondo Antonio Gamoneda y Angelines. En primer plano, Julio y yo, conversando con Antonio Martínez JR. en Alzira. ¿hay días que sustentan la solvencia de lo imposible? éste fue uno de los pocos, allá por la primavera del 2007.
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Con el ínclito poeta y dinamizador cultural Antonio Merayo, Julio Obeso. Verles juntos explica de por sí muchas cosas, que de otra manera se entenderían insuficientemente.
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Ahora que sé, por primera vez, que la muerte pregunta por mí, paso los días disfrazado. Me daría de tortas, pero hoy toca el disfraz de paraguas. Puedo abrirme y cerrarme enérgicamente, todo lo más salpicar con desprecio el recibidor, pero no alcanzar el pómulo derecho: ¡Qué rabia!
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 “Si ella anda por ahí indagando, voy a investigar por mi cuenta, me informaré” Los cementerios son la primera opción. Recorro cuatro o cinco anotando metódicamente fechas y otras curiosidades, que me llaman la atención. Luego, en casa, vestido engañosamente de cepillo carpintero, voy sacando conclusiones. Nada más ordenar los datos de campo-santo, parece que no hay patrones. Un tipo deja de existir con noventa años, el vecino no llegó a cumplir los quince. Pudiera ser que los nombres algo tuvieran que ver, no sé, todos los que empiezan por “P” tienen una expectativa vital de cuarenta años, los de la “C” de siete… Pero no es así. Se me irritan los bronquios con el aserrín del disfraz, tengo el frío metido en los huesos y sólo un montón de datos que se repelen entre sí, como los extremos de dos imanes con igual carga: ¡Qué coraje!
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El caso es que me siguen llegando rumores. Visitando una tienda de embozos, el maniquí de las bufandas me dice confidente: “Estuvo aquí. Desde que entró me di cuenta de que no venía a comprar. No es muy alta, se pone de puntillas para observar por encima de los lineales, a los que entran o salen. Luego enseñó una foto al encargado. Sí, no hay duda, esa que tienes con la camisa rosa” Me enciendo cada vez que sé de estas cosas. Lo considero un ataque a la privacidad aborrecible: ¡Qué irritante!
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¿Quién sabe mucho de la muerte? La intuición me llevó al prostíbulo, pero no encontré horcas, ni guillotinas, paredones acribillados. Tal vez estuviera buscando algo distinto, pero ya que estaba allí… Pedí una copa que me trajo una mujer, después se alternaron y la copa servía a la mujer. A mí me daba igual el orden y quién escanciaba a quién, porque no conseguía relajarme. Al mirar el espejo sospeché que no había elegido el camuflaje adecuado para aquel entorno. Mis bigotes de langostino tropezaban continuamente con las bombachas, barrían del mostrador mis copas y las de cuatro más. Nadie se importunaba, no obstante. Cada cual venía ataviado con lo suyo: Un amargado de exprimidor, un cura de ojo vago, dos policías de ave del paraíso que miraban más al cura que a las muchachas y él, vagamente, les devolvía la mirada. A la quinta mujer o copa, ya sabía que el patíbulo tampoco me aportaría algo específico; aquel lugar era pues tan inútil como el otro, aunque realmente cómodo y divertido. Hasta la redada: ¡Qué cólera!
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Enrollado en una interesante probóscide vuelvo a las anotaciones. De vez en cuando con la pata redonda aparto los visillos y miro a la calle. Una mujer no muy alta la recorre por tercera vez, parece perdida, confusa. Al fin la recoge un taxi. Posiblemente tenga delante de mi nariz alguna respuesta, pero aquella masacre de números y latinajos, no me la deja ver. ¿Por qué creí indispensable escribir: “Somos lo que acariciamos”? o esta otra: “Recuérdanos tú también” No creo haber sobado a un elefante en mi vida, pero si miro al espejo, un paquidermo se balancea y gesticula como yo. Quizá esté fallando el enfoque al revolver en las escombreras. Debería escarbar en otro lugar; al fin y al cabo los muertos son los vencidos. Probaré con el otro bando, con otra materia; lejos del burdel, del cementerio. ¿Quiénes son los reidores, los que brazos en jarra la tutearon y miraron fijamente sus cuencas para espetarle: “Tú no me puedes”? El enorme mamífero que me contiene está haciendo la digestión, no tengo una idea sostenible: ¡Qué asco!
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Con la mañana no mejoran mis neuronas. La gomaespuma de las orejas me produjo un sarpullido por el cuello. Trato de contener las ganas por salir desnudo: “Las parcas tienen ojos increíbles” De garbanzo, entro en la librería:”Quiero La Epopeya de Gilgamesh, El Mito De Asclepio, El Judío Errante, El Conde De Saint Germain, El Conde de Cagliostro, Orlando, Bomarzo, El hombre Bicentenario, Las Intermitencias de la muerte, Los Inmortales uno, dos y tres, Drácula, cualquier libro sobre reencarnaciones y El Retrato De Dorian Gray… Y sí, tengo cara de leguminosa”. Aunque la casa no queda lejos, es difícil esperar, empiezo a devorarlos en la calle. Casi sin darme cuenta ya estoy delante de la puerta, y ella, la mujer de anoche también. A punto de iniciarse un estruendo de libros y vainas, un taxi se detiene y la lleva. Está cerrando el cerco. Cuando consigo rodar dentro del piso, trato de encajar mis anotaciones con el nuevo material. Es enero y soy un radiador. Ya no enciendo las luces de ambiente, leo y escribo bajo la discreta luz de una linterna. Irradio un calorcillo muy agradable. “Somos lo que acariciamos/ Al día siguiente nadie murió” No dicen lo mismo y sin embargo el epitafio y Saramago, encajan en mi subconsciente. ¿Si acariciamos la idea de la inmortalidad, viviremos eternamente? El termostato se me clava justo entre la barbilla y la axila derecha: ¡Qué incómodo!
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Al fin tengo conclusiones. La noche en vela arroja su fruto, soy un mosquetero que desayuna descafeinado y tostadas con mantequilla; un soldado feliz que se relame. Aunque el engaño estaba bien diseñado, miles y miles de años en él así lo demuestra, la inmortalidad estuvo siempre delante de las narices, haciéndonos caminar erráticos tras el santo grial, las soluciones químicas, las opciones quirúrgicas, el milagro: ¡Qué tontos! Todos somos inmortales, porque en eso consiste la inmortalidad, en morirse la primera vez; un escondite perfecto. ¿Elefantes, radiadores, vainas? Ninguna falta. La invisibilidad de la primera muerte nos permite andar cómodos, ser nosotros mismos. Las ciudades, los trenes, los libros que antes eran y ahora no, gozan también de esa infinita transparencia. ¿El “locus amoenus” de cualquier religión?: ¡Sucedáneo, trampa, fraude! Un disfraz de ángel o valkiria debería de haber levantado la sospecha mucho tiempo atrás. Y la muerte tan contenta, estúpida ella, creyendo que sus tajos, minimalistas unos y groseros otros, hacen de lo irreparable una poética terminal. ¡Que venga! Voy a salir a la calle, haré una pila con los atrezos y en su cúspide, megáfono en mano, la iré orientando hacia mí: Que se joda la enana, que espabile.
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Julio Obeso González, Gijón, 18 de abril de 2012

ARTURO BORRA, UNA ESPERANCITA DESQUICIADA (Del poemario inédito "La sombra del mediodía")

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Una esperancita desquiciada


“... mi vecino tiene tormentas en la boca”.
J. Gelman




Tengo un acompañante que esquiva
los quejidos que lo clavan al suelo:
prefiere invocar vértigos mirando las nubes.
Trepa la noche, silba
subido a los árboles.
Cuando llueve a rabiar señala la pared
que escapa a la humedad.
Cuando se avecina una tormenta en los labios
fabrica una balsa para internarse por sus canales
y forja escaleras para encender luces
a su tristeza.
Mi acompañante tiene ojos nuevos cuando su pena
trastabilla: ríe en la lluvia que oculta el cielo.
Colgado a una esperancita desquiciada
despereza sus desánimos,
rebusca la magia
que ni la tormenta en su boca apaga.
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Arturo Borra
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