sábado, 21 de mayo de 2011

Democracia y revuelta: apuntes sobre una política insumisa

La extensión de las revueltas recientes -no sólo por el norte africano sino también por Medio Oriente y el sur de Europa- ha enfatizado nuestra percepción de que lo imprevisible forma parte de nuestras vidas cotidianas. Lo imprevisible del acontecimiento es también esa dimensión incontrolable y compleja de la vida social que quisieran conjurar los poderes. Esos poderes, sin embargo, son impotentes ante lo que no pueden predecir. Apenas hay que señalar que cada acontecimiento no se deja reducir a los precedentes. Como irrupción de una singularidad, pone en juego nuestras incertidumbres. No sabemos, por tanto, cuál será el desenlace de esta historia. Ni siquiera si hay desenlace para esta historia singular de las revueltas.

Podemos, a lo sumo, procurar prever lo imprevisible. Alguien podría advertir a los gobiernos occidentales: en algún momento (indeterminable), si siguen con sus políticas de ajuste, producirán respuestas colectivas diferentes a las habituales; si siguen con sus políticas de terror, activarán una explosión no menos terrible de violencia; si siguen con sus políticas de destrucción sistemática del planeta desatarán fuerzas naturales descomunales… El condicional podría extenderse a diversas políticas gubernamentales, pero también a las actuaciones de distintos agentes privados: desde los banqueros hasta la burguesía empresarial. Lo decisivo, sin embargo, es que ese condicional nunca opera de forma mecánica. Lo imprevisible condicionado, entonces, irrumpe como acontecimiento. ---

El 15-M muestra que lo imprevisible está aconteciendo bajo la forma de una movilización colectiva ligada a varias plataformas ciudadanas, tales como “Democracia real ya”. Con esa movilización social, lo que se reactiva es el sentido de lo que constituye la democracia, poniendo en cuestión el discurso hegemónico que la identifica con la mera alternancia de los dos partidos políticos mayoritarios en el gobierno. Dicho de otro modo: mientras que para unos la «democracia» es significada como un procedimiento para el recambio de oligarquías políticas marcadas por el bipartidismo, para otros no puede ser sino el derecho a decidir sobre aquellas políticas que los afectan de forma directa e indirecta.

Cualquier interpretación que reduzca el 15-M a una reacción económica se equivoca. Porque pone en evidencia no sólo la persistencia de problemas económicos que afectan a una parte mayoritaria de la población sino también una respuesta política ante los responsables de la crisis que siguen siendo beneficiarios de la misma. Distante a cualquier forma de determinismo simple, además de carencias económicas graves, lo que irrumpe de forma insoslayable es la indignación moral ante un sistema político-económico radicalmente injusto y una articulación discursiva de esas insatisfacciones (bajo la plataforma que lidera de forma anónima y descentralizada este proceso). En suma: el hartazgo ante un estado de situación inaceptable, que incluye la corrupción extendida en diversos campos institucionales, los recortes sociales sucesivos, el paro sostenido, la concentración de la renta, el rescate público a la banca, la falta de representatividad, la restricción de la participación ciudadana, la complicidad mediática y el cinismo al por mayor, sin olvidar la ausencia de un proyecto político de raigambre popular por parte de los partidos políticos mayoritarios, por mencionar sólo algunas cuestiones.

El “hambre” -lo sabemos bien los latinoamericanos- no conduce necesariamente a una revuelta -y no digamos ya un proceso revolucionario-. Sólo en condiciones concretas puede movilizarnos colectivamente; en particular, cuando se agudiza la percepción de unas injusticias y unos contrastes sociales. Es lo que sentimos estos días. Como decía Thompson, también existe una "economía moral de la plebe" que cuestiona cualquier determinismo unilateral.

La indignación moral de una parte de la ciudadanía es insoslayable. Si como señala Ranciere, el “pueblo” es lo que falta (diferenciado, en este caso, de “población”), este tipo de prácticas sociales está constituyéndolo: la población se convierte en agente político. No sabemos adónde conducirá este proceso; no podemos saberlo, porque lo imprevisible es irreductible. Algunos temores propios miran a la Argentina de 2002: tras la revuelta popular y las prácticas asamblearias a las que dio lugar, los sucesivos gobiernos apostaron por una restauración neoconservadora que, además de mantener la concentración del poder político-económico, desactivó en cierta medida a una ciudadanía movilizada. Pero el temor no puede ni debe inmovilizarnos. Puesto que lo conocido es este naufragio colectivo, nuestras esperanzas no pueden sino mirar a la incertidumbre.

Para las versiones dominantes de los medios masivos todas estas aristas quedan minimizadas, cuando no reducidas a meras fantasmagorías. En particular, los medios televisivos llegan tarde al acontecimiento, cuando su notoriedad pública impide seguir ocultándolo. Y -lo que no deja de ser menos grave- cuando llegan, intentan reencauzarlo dentro del orden previsible de lo noticiable. Las deficiencias democráticas en el campo mediático se hacen manifiestas en el silenciamiento inicial de uno de los acontecimientos políticos más importantes en la España del ajuste. Pero también en su rechazo al exceso de sentido que esos acontecimientos producen, procurando fijar de antemano sus alcances y límites, encausar las energías colectivas, conjurar todo componente imprevisible que ponga en riesgo el presente orden social. La banalización y simplificación de las demandas y cuestionamientos del 15-M es también un intento de ahuyentar cualquier fantasma político radical, esto es, todo aquello que no se conforme con reformas internas al capitalismo o con una ingeniería social gradual gestionada por expertos, en coordinación con los “representantes” políticos. Y si bien no toda versión cae en la burda estigmatización de los manifestantes (acusándolos de “antisistemas”), el posicionamiento dominante sigue produciéndose desde una retórica moderada y moderadora, equivalente a la de un juez imparcial, que pretende determinar los alcances de la legitimidad de la protesta y circunscribirlos a una juventud decepcionada. Dicho de otra manera: el tratamiento informativo hegemónico desconoce la fuerza singular del 15-M, procurando reencauzarlo dentro de un discurso reformista capaz de ser gestionado desde las instituciones políticas existentes.

A pesar de consenso mortífero de los medios masivos en omitir este exceso indomesticable del acontecimiento, su fuerza de disenso ha estallado a nivel público. La proliferación de imágenes y mensajes producidos a partir de las tecnologías informativas y comunicacionales en manos de los manifestantes ha puesto en evidencia esa mala complicidad mediática, mostrando sus intereses corporativos: evitar que esas oligarquías políticas y los poderes económico-financieros concentrados, sean jaqueados. Queda por escribir la crónica de lo que no fue (para los medios de comunicación): la construcción de un espacio social en el que los seres humanos no sean tratados como “mercancía” en manos de políticos y banqueros corruptos sino ciudadanos con derecho a decidir por sí mismos la política que desean.

La convergencia de sectores sociales heterogéneos –irreductibles a una franja de edad- en reivindicaciones comunes está produciendo una protesta de creciente magnitud. Si, como decía Camus, la rebelión es condición de la libertad, lo que esas protestas están produciendo es un nuevo espacio ciudadano para el ejercicio de una forma de democracia en la que el sujeto no se desentiende de la responsabilidad de construir y transformar el mundo social. En otros términos, estos sujetos colectivos están experimentando una práctica de libertad que favorece la (re)construcción de una cultura política participativa y que tiene como escenario la ciudad. Al permitir la confluencia con otros ciudadanos en un espacio público, reinventan la ciudadanía, no ya bajo la forma institucionalizada de la delegación, sino bajo la modalidad de la participación directa. Los sin parte toman parte en una experiencia democrática que sólo tramposamente se puede ligar a los “ímpetus de la juventud”, incluso si su base social estuviera mayoritariamente conformada por sectores juveniles.

No sabemos en qué derivará el 15-M. La prohibición de las concentraciones por parte de la junta electoral general, aunque pueda disuadir a una minoría, probablemente acrecentará la fuerza de este movimiento social. Aun si la decisión gubernamental fuera reprimir policialmente -en nombre de una legalidad que desprecia la justicia- a los manifestantes, el acontecimiento está en marcha. Cada intento de sofocarlo no puede más que activar nuevas resistencias. Que esas resistencias pueden doblegarse a fuerza de represión no niega que el costo político de acciones de ese tipo sea demasiado alto para gobiernos que presumen actuar acorde al estado de derecho. No cabe descartar una situación en la que una actuación policial de ese tipo desencadene incidentes de gravedad.

El callejón sin salida para las autoridades gubernamentales en su conjunto es claro: no frenar esta protesta social favorecería su consolidación y una creciente articulación de demandas y reivindicaciones que podrían jaquear, al menos potencialmente, la actual estructura del estado y del mercado; frenarla, por el contrario, implicaría otra forma de visibilidad, en la que son suspendidos hasta los derechos más básicos que el “procedimiento democrático” debe garantizar, como es la libertad de reunión y manifestación. La prohibición ahonda en este callejón: si permite las manifestaciones incumple con la ley que debe garantizar un estado de derecho; si las impide a través de la intervención policial, no respeta esas libertades constitucionales y también vulnera dicho estado.

Más allá de la dimensión jurídica, la prohibición no detendrá la movilización social en marcha, porque acrecienta los motivos y razones que la han activado. Mientras un ya desacreditado gobierno nacional seguirá moviéndose de forma vacilante –al menos, ante las inminentes elecciones- entre la simpatía y el llamado al orden, los problemas que han lanzado a miles de personas a las calles siguen intactos. En conjunto, dichas irresoluciones desbordan las fronteras de los estados-nación. Comprometen no sólo al mundo occidental sino al capitalismo mundializado: la pésima distribución del excedente, la creciente desigualdad de las rentas, el carácter regresivo de la estructura tributaria, las relaciones de fuerzas asimétricas entre unos capitales trasnacionalizados que quieren incrementar su rentabilidad como sea -incluso si para ello hay que invertir en industria bélica, en investigación farmacéutica que experimenta en el tercer mundo o en bonos de deuda con efectos catastróficos en los países afectados- y unos salarios paupérrimos que van en baja por la irrupción descontrolada de mano de obra esclava o casi esclava en economías “emergentes”, el deterioro y descrédito crecientes ante el sindicalismo mayoritario, los privilegios de la casta política, la desregulación de los mercados financieros, etc. Por si fuera poco, el paro, la pobreza y la exclusión social van en aumento, agravados por la corrupción estructural, el deterioro de un sistema institucional y judicial en manos de una derecha recalcitrante y paleolítica (respaldada por los sectores más reaccionarios de la iglesia católica) o, por referirnos a una dimensión más amplia, la violación de los derechos humanos a escala planetaria en nombre de una política de seguridad que no duda en apelar a estrategias como el asesinato selectivo o la creación de guerras como salida para las industrias bélicas y reconstructivas. El diagnóstico resulta desolador, pero las grietas no dejan de multiplicarse.

Lo que está en juego no es solamente el “neoliberalismo”, incluso si no hubiera una clara consciencia de ello por parte de muchos de los que participamos en el 15-M. Lo que estamos padeciendo es la voracidad de un capitalismo mundializado que deglute todo. Sin metáfora, se está comiendo el planeta, incluyendo una parte ingente de la humanidad. Es un asunto de economía política, no tanto de economía a secas. Este sistema estalla por dentro, produciendo de forma cíclica sus crisis de superproducción y sus ejércitos de parados y precarios. En la economía globalizada del capitalismo van a seguir cayendo pueblos. La lección de estos años es que cualquiera puede ser el próximo "sacrificado”.

A nuestro pesar, España se parece cada vez más a otras regiones empobrecidas del mundo (con las que a menudo ha mantenido una soberana indiferencia). El saqueo oculto es notorio. No por azar desde hace tiempo este gobierno que presume de políticas sociales progresivas está aplicando políticas de ajuste propias del neoconservadurismo más duro y apenas hace falta recordar que la oposición parlamentaría más importante tiene como ideario explícito ese recetario. Los responsables de la crisis son también sus principales beneficiarios y los que nos han saqueado son premiados con triunfos electorales o puestos de trabajo bien remunerados. Los que predican con medidas legislativas regresivas son los mismos que proponen no recortarse pensiones a sí mismos; los que piden austeridad tienen ganancias millonarias; los que piden nuevos sacrificios no dudan en excluirse de esas peticiones y los que controlan nuestras economías familiares los que bloquean cualquier ley de transparencia pública. No sólo es penoso: es delictivo.

Europa se incendia y no cabe descartar que -con variantes- en la presente década participemos en más de una revuelta y quizás alguna revolución (como la ocurrida en Islandia). Hasta el Banco Mundial, prototipo absoluto de la insensibilidad, ha advertido de la extensión de la miseria en el mundo: "Niveles peligrosos de pobreza" llama ahora al hundimiento colectivo. Pero atendiendo a su historial, quizás deberíamos decir: lo que interpretan como “peligrosos” son esos estados que incitan a una revuelta que está latiendo en distintas partes del mundo.


La rebelión, en estas condiciones, es un acto de dignidad: la única esperanza política para los condenados. Más que nunca necesitamos un giro político que apueste por la redistribución de la riqueza, por el control del poder financiero, la limitación a los capitales, el respeto al medio ambiente, la inclusión de la diversidad social, la igualación de las condiciones materiales y culturales de vida, en suma, la institución de una democracia radicalizada, que subvierta los resortes de la sociedad actual. Técnicamente no faltan recursos; lo que falta es voluntad política para regular los desequilibrios y liberar una democracia secuestrada.

“Democracia real ya” no es (al menos no de forma invariante) un proyecto anticapitalista. La respetabilidad mediática que va adquiriendo este movimiento es directamente proporcional a su moderación y encauzamiento dentro de las estructuras existentes. De hecho, cualquier vestigio de radicalidad, sin dudas, es y será repudiado por quienes encarnan el establishment mediático, económico y político. Y sin embargo, quizás en esa radicalización democrática pueda residir su promesa. No caben idealizaciones ni triunfalismos, mucho menos, en una fase inicial como la que vivimos. Habrá que atravesar experiencias de dificultad más graves aun y elaborar estrategias de acción que nos permitan caminar hacia un horizonte político transformador.

El 15-M tampoco es reductible a un ideario. No faltarán quienes lo condenen por su falta de unidad ideológica o su falta de cohesión política. Pero ahí está su riqueza y sus desafíos. En construir desde la multiplicidad –y puede que hoy esa forma de construir sea revolucionaria, especialmente si se atiende al historial dogmático, jerárquico y autoritario de algunas prácticas políticas que se (auto)identificaron como “izquierda revolucionaria”-. Como reclamo colectivo contra un sistema político y económico corrompido y antipopular, pone de manifiesto una disconformidad que fecundará múltiples sentidos, abrirá diferentes frentes críticos, nutrirá prácticas sociales autónomas. En ese devenir se juega su valor y su fortaleza.

Siempre cabe preguntar: ¿vamos a desistir de un proyecto político global -por mínimo, inestable y provisorio que fuera-? ¿No necesitamos pensar en modos de producir transformaciones en las configuraciones de poder mayor? Si el capitalismo es un dispositivo de conjunto, que produce efectos de totalización, ¿no deberíamos intentar destotalizarlo desde una pluralidad de líneas de fuga, como primer desplazamiento necesario? ¿No deberíamos, complementariamente, producir proyectos que apuesten a reinventar nuestras sociedades? En ese punto, el trabajo de articulación política me parece irrenunciable. Pero el resultado no es nada fuera de los modos en que se produce. Lo valioso de este acontecer es también el aprendizaje colectivo en la experiencia de autoorganización, en el desarrollo de debates críticos, en suma, en las prácticas horizontales que hace posible. La construcción de un horizonte de sentido compartido puede hacerse a través de la deliberación, del estar ahí, de ensayar nuevas respuestas para responder a nuevas realidades. Nada está resuelto y esa apertura es también nuestra promesa y nuestro riesgo.

En esta lucha no cabe excluir lo utópico, entendido precisamente como espacio de multiplicidades, lugar de articulación de una pluralidad de prácticas resistenciales que carecen de un centro de poder unitario. La utopía, más que diagrama definitivo de una sociedad reconciliada, aparece en este contexto como un horizonte de deseos colectivos que pujan por subvertir lo presente. Ese horizonte no se confunde con bellas idealidades, ni tiene contenidos definitivos: es apuesta por otro porvenir que debemos construir y reconstruir de forma permanente en nuestras prácticas. Ese es el trabajo pendiente e imprescindible que el 15-M está contribuyendo a hacer.

Más allá de los razonables interrogantes que un acontecimiento plantea, no deberíamos perder de vista la oportunidad histórica que abre. Lo político es irreductible a unas instituciones del estado cada vez más distante de la sociedad civil o a un sistema de partidos que desde hace décadas está afectado por una escasa credibilidad. Remite, más bien, a lo que instituimos como sociedad, a lo que nos damos en común. Siempre merodea el riesgo de una restauración del control, de no poder estructurar unas luchas a largo plazo, de desistir ante las dificultades o vencerse ante las decepciones. Es lo que alentarán no sólo a nivel local sino también las potencias imperiales que miran con incredulidad y recelo esta internacionalización de la revuelta.

Contra esa voluntad de control, nuestra tarea más crucial es respaldar este acontecimiento en el que lo político se constituye como insumisión ante unas autoridades gubernamentales que han perdido, para algunos de nosotros, todo crédito. Cada uno de nosotros puede nutrir con ideas un proceso limitado pero abierto a un cierto potencial revolucionario. Puede, también, apostar por que estas resistencias colectivas heterogéneas se articulen más allá de la inminencia de las elecciones. Por sobre todo, cada uno puede estar ahí, apostando por la construcción de una democracia radical que no se disipe como las promesas oficiales de darnos lo que sistemáticamente nos han negado.


Arturo Borra, poeta y ensayista