miércoles, 1 de septiembre de 2010

JORGE EDUARDO EIELSON: Vivir es una obra maestra



Primera parte del documental de Gabriela Yepes sobre uno de los más grandes artistas latinoamericanos del siglo XX; el peruano Jorge Eduardo Eielson.








Segunda parte del documental de Gabriela Yepes sobre uno de los más grandes artistas latinoamericanos del siglo XX; el peruano Jorge Eduardo Eielson.









Tercera parte del documental de Gabriela Yepes sobre uno de los más grandes artistas latinoamericanos del siglo XX; el peruano Jorge Eduardo Eielson.









Ficha técnica:

Fotografía: Antonio Rodríguez.
Música: Daniel Pacheco, Jorge Eduardo Eielson, Manongo Mujica, Octavio Castillo.
Producción: Victor Moyers, Gabriela Yepes.
Productores asociados: Dustin McCartney, Jeff Cole, María Cristina Rossel
Kunay Producciones




lA ESTAFETA DEL VIENTO

presenta:

Jorge Eduardo Eielson

Vivir es una obra maestra. (Poesía escrita).

Por Jesús María Barrajón

Ed. Ave del Paraíso.

Madrid

2003.

Aunque considerado por la crítica como uno de los grandes poetas vivos de América, Jorge Eduardo Eielson (Lima, 1954) es un autor poco conocido en España, donde, antes de la publicación de Vivir es una obra maestra, sólo se había editado Sin título (Pre-textos, 2002). Quizá la causa de ese insuficiente conocimiento obedezca, además de en el proverbial olvido de la poesía americana, a la dedicación –podría decirse que preferente– de Eielson a las artes plásticas. Desde que en 1948 obtuvo una beca del gobierno francés para trasladarse a París, Eielson entró en contacto con el mundo del arte, en el que ha desarrollado una brillante carrera en la que destacan importantes exposiciones en Francia, Suiza, Italia o Estados Unidos, así como la exhibición de sus propuestas escultóricas y pictóricas en las Bienales de Venecia y en museos tan importantes como el MOMA de Nueva York o la Galleria delle Stelline de Milán. Esta dedicación al arte plástico –en el que, como en su obra poética, se caracteriza por una constante exigencia que le ha hecho ir del arte abstracto a los móviles y a las instalaciones y performances– corre pareja a la escritura de novelas (El cuerpo de Giulia-no, 1971; Primera muerte de María, 1988) y de piezas teatrales (Maquillaje, 1947), aunque la poesía fue su primera vocación literaria y la más duradera.

A pesar de los cambios que es posible observar en la poesía que ahora se nos presenta en esta edición de Ave del Paraíso, la lírica de Jorge Eduardo Eielson está recorrida por una concepción de la poesía que le confiere una especial unidad. Esa idea no es otra que la de la palabra poética entendida como búsqueda de un sentido escondido u oculto, como nudo entre la tierra y el cielo, el cuerpo y el alma, lo que se percibe con claridad en la ordenación que de su poesía ha realizado Eielson bajo el título de Poesía escrita (Lima, 1976; México, 1989, Santa Fé de Bogotá, 1998) y en Vivir es una obra maestra. Poesía escrita. En un deseo de fundir esas realidades, sin prescindir de ninguna, Eielson comenzó escribiendo una lírica de fuerte contenido religioso –Cuatro parábolas del amor divino (1943) y Moradas y visiones del amor entero (1944)– que después cobrará un aire menos cristiano y más panteísta en Reinos (1944), o que acabará por ser sólo un referente, como en Primera muerte de María (1949). En estos libros, como en Canción y muerte de Rolando (1943), Antígona (1945), Ájax en los infiernos (1945), En la Mancha (1946), Bacanal (1946) y Doble diamante (1947), poemarios brevísimos todos ellos que aparecieron, en su mayoría, por primera vez, en la edición limeña de Poesía escrita, se observa la atenta mirada que el poeta ha depositado en los que han sido sus maestros poéticos de juventud, Poe, Withman, Rubén, Vallejo y, especialmente, Rimbaud, Poe y Elliot. En la riqueza de imágenes de esos primeros libros, en el tono distanciado con el que se asoma a las realidades, así como en el carácter elíptico y fragmentario de las cosas nombradas, se percibe la impronta de esos tres poetas capitales para la poesía del siglo XX.

Resulta sorprendente la altura literaria con la que un joven que ronda la veintena acierta a llevar a sus poemas cuestiones que tienen que ver con el descubrimiento del mundo en su doble faceta de gozo o deslumbramiento y tristeza o pavor. Algunos de los símbolos recurrentes de la poesía de Eielson hacen en estos primeros libros su aparición, como el de la botella de leche (véanse por ejemplo las páginas 39 y 366, separadas por más de 40 años de distancia), en el que irónicamente encierra las ideas de pureza (la leche) y artificio (la botella) y con el que alude a la naturaleza dual del ser humano y de cada una de sus construcciones, entre las que está la poesía. De esos símbolos y de otros se sirve para fabricar imágenes bellísimas –lo que será ya siempre otra de las constantes de su lírica– como esta de “Y rotas chimeneas, caños/ Abiertos en la noche, tapicería hundiéndose al igual/ Que un buque de cuero en un océano tibio/ Tienen en esta inmensa casa de tablas el rumor/ De una botella de leche rodando sin cesar hacia la muerte” (pp. 38-39); o esta otra, en la que se puede percibir el influjo del surrealismo: “El invierno es todo frutas y linternas / Olvidadas y esqueletos santos de palomas/ En el bosque [...]” (p. 47). El poeta se adentra mediante estos mecanismos en un universo mítico, remoto, nombrado mediante una deliberada voluntad de extrañamiento, esto es, de sorpresa, a la que se accede a través de un mundo culto y alejado en apariencia de las cosas que directamente nos hacen pensar en la vida, aunque el trasfondo sea el de la Segunda Guerra Mundial, como sucede en Antígona y Ájax en los infiernos, escritos durante la contienda bélica.

El encuentro con Europa conducirá a Eielson a una poesía diferente a la de sus primeros años. Ya en Tema y variaciones (1950), pero sobre todo en Habitación en Roma (1952), el artista peruano se decanta por una poesía más concreta, más fresca y cercana a la realidad inmediata. Tanto en los poemas breves del primero de esos libros como en los más extensos del segundo, aumenta la presencia del juego verbal y el tono lúdico y conversacional. El texto parece nacer en ocasiones como una suerte de collage de palabras e imágenes que, unidas, a pesar de su diversidad, terminan por formar un poema con sentido, como se ve en “Solo de sol”: “sólo el sol/ el sol solamente/ solo en el cielo/ y yo tan solo/ a solas con el sol/ sonrío simplemente” (p. 101). En Habitación en Roma, quizá el mejor libro de Eielson, los poemas adquieren un tono ingenuo que trata de dar cuenta de la cotidianeidad en su parte de alegría y luz (léase, por ejemplo, el bellísimo “Poema para destruir de inmediato” o “Albergo del sole II”, de Habitación en Roma), pero también en lo que tiene de tristeza y sombra, de pesadumbre (“porque la vida pesa”, p. 146) y soledad (“usted no sabe cuánto pesa un corazón solitario”, p. 147). El yo del poeta, como en la mayoría de los escritores de ese momento, incorpora la voz de los otros a su propia voz (“Elegía blasfema para los que viven en barrio de San Pedro y no tienen qué comer”), en lo que no es un nosotros en el caso de Eielson, pero sí un yo solidario. Los siguientes libros mantienen ese tono hallado en los inicios de la década de los 50. A veces se regresará a una mayor contención y clasicidad, como en Mutatis mutandis (1954); o se dejará arrastrar por la búsqueda de la sorpresa a través de la imagen, como en Noche oscura del cuerpo (1955); o cederá el sitio a la reflexión poética, lo que sucede en un libro tan interesante como Materia verbalis (1957-58). En Habitación en Roma aparece la idea de la realidad amada nombrada como “escultura de palabras” (p. 169), lo que se relaciona con la idea de Eielson de mostrar el diálogo permanente entre las artes que, aunque diversas, no tratan sino de hacer visible alguna realidad oculta. En Materia verbalis, libro centrado en la palabra, vemos expresada esa idea en estos versos: “[...] mis palabras son fragmentos/ balbuceos de una frase oscura” (p. 203); o en estos otros “¿Qué puedo yo agregar/ A tanto silencio/ Sino silencio/ Más silencio/ Sólo silencio” (p. 208). La reflexión acerca del mundo desde esta posición filosófica recuerda la de una buena parte de la poesía occidental de la segunda mitad del XX, entre cuyos representantes sobresale, por ejemplo, Octavio Paz, al que destaco por su estrecha amistad con Eielson. La diferencia entre el peruano y muchos de esos poetas reside en la sencillez y ausencia de gravedad con la que Eielson expone su pensamiento, para lo que prescinde de ese tono presocrático con el que tanto fatigan en ocasiones los nuevos Anaxágoras y Empédocles. La actitud más cercana de Eielson lo lleva a formular ideas profundas de una manera sencilla:“Sueño que escribo y mientras sueño/ Escribo este poema/ Sueño que soy niño todavía”, que se transforma en el final del poema en la confesión de que “no sueño” porque el yo sabe que es “tan sólo yo que escribo/ y que soy niño todavía” (p. 217). En esta dirección de cotidianeidad o reflexión surgida desde la ingenuidad transitan los siguientes libros (Naturaleza muerta, de 1958; Ceremonia solitaria, de 1964; Pequeña música de cámara, de 1965), previos a Ptyx (1980), un libro que recuerda al Eielson inicial y cuyo tono poético deja a un lado otra vez en sus últimas obras, Celebración (1990-92) y Sin título (2000), en los que vuelve a su mejor poesía, flexible, rítmica, sorprendente, ligera, ajena a toda gravedad incluso para la reflexión acerca de lo grave.

El último libro, Nudos (2002), remite a su obra plástica, en la que también aparecen esos nudos que, como ya se dijo, expresan simbólicamente la unión de lo diverso que pugna por ser una sola cosa. Aunque dividido en brevísimos poemas, el libro puede leerse como un poema que nombra, casi a modo de letanía u oración, esos diferentes modos en los que lo dispar se hace uno y convive. La trascendencia reaparece una vez más para hablar de los “Nudos que son sombras/ De infinitos nudos/ Celestes” (p. 437); pero también se hace presente el humor: “Nudos que no son nudos/ Sino estornudos” (p. 430); y, cómo no, la elegía: “Nudos que se encienden/ Y nudos que se apagan” (p. 424). Una vez más, Eielson acierta en el verso, en el ritmo, en el tono y en la actitud, la misma que por su unión de pensamiento y juego, de reflexión filosófica y de realidad inmediata, hacen de su poesía una obra literaria que bien puede situarse al lado de la de los grandes poetas americanos de la segunda mitad del siglo XX.