mi hombre inventa el amor
mientras yo fabrico la vacuna
contra el paso del tiempo.
trae las mismas preguntas
que la luz y el primer aliento.
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Nada no es solamente nada. Es también nuestra cárcel.
La potente precisión de la profundidad desemboca en una desconcertante alquimia de la exactitud, donde no existen ya los sinónimos y donde cada palabra se convierte en ella misma, ligeramente traspuesta, con una leve flexión o un casi imperceptible cambio de situación en la frase. Sorprenden entonces las aparentes repeticiones, que por supuesto no son tales, sino una última exigencia del lenguaje, que a veces casi acaba balbuceando una sola palabra: Y si no hay nada que es igual al pensamiento y no hay nada sin el pensamiento, o el pensamiento es sólo pensamiento o el pensamiento es todo. Y hasta me atrevo a sospechar que en estas zonas liminares del lenguaje, hasta las imperfecciones gramaticales o sintácticas adquieren una inexplicable función que las justifica.
Había amado mucho. Su extrema discreción no le impidió, sin embargo, confiarnos en alguna ocasión el hondo sentimiento que lo había unido a una mujer de vida ligera, con quien estuvo dispuesto a casarse. Así supimos cómo ella fue amenazada por quienes la explotaban, para que cortase esa relación. Y también cómo él se apartó, no por su propia seguridad que poco o nada le importaba, sino por la de ella. Allí tiene su origen una de sus voces: Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas. La asociación del amor y las flores representa sin duda una de las claves para comprenderlo: El amor, cuando cabe en una sola flor, es infinito. Otra clave fundamental es la constante relación entre el amor y el dolor: El amor que no es todo dolor, no es todo amor.
Paul Tillich ha afirmado que la profundidad es la dimensión perdida de nuestro tiempo. ¿Qué mejor síntesis para un diagnóstico de la inconsistencia? No en vano señaló Oppenheimer que nuestra tentación mayor es ser superficiales. Podríamos sospechar que allí reside la fuerza negativa o la pesadez por excelencia de nuestra época y también de su literatura. ¿Acaso no ha afirmado Robbe-Grillet, por ejemplo, que es preciso ahuyentar de la novela los viejos mitos de la profundidad?
¿Puede haber profundidad sin dimensión religiosa? Creo que no, ya que no concibo lo profundo sin un sentimiento de vinculación con la totalidad, que puede asumir, como en Porchia, la forma de una nostalgia ante una pérdida: Hace mucho que no pido nada al cielo y aún no han bajado mis brazos. O también de una amorosa proyección hacia lo imposible: Dios mío, casi no he creído nunca en ti, pero siempre te he amado. Otras veces es la sensación de ser conducido por fuerzas extrañas: Y si el hombre es un hacer con él y no un hacerse él, quién sabe quien hace con él, y quien hace con él, quién sabe qué hace con él. Se trata siempre de una referencia a lo infinito, pero un infinito del que participa misteriosamente el hombre: Eres un fantoche, pero en las manos de lo infinito, que tal vez son tus manos. Lejos de todo dogma u ortodoxia, la necesidad de trascendencia aparece en toda su desnudez, como algo inseparable del pensar profundo y la poesía. Más que fe o sentimiento de lo sagrado, una mística inserción en el misterio que nos envuelve: Si pienso qué es la vida, creo que la vida es un milagro, y si pienso qué es un milagro, no creo en él.
Íbamos a visitarlo en casas cada vez más pequeñas, desde que debió vender la heredada de su hermano y comprar otra más barata y distante del centro, para poder así sobrevivir un tiempo con la diferencia. Pero siempre estaban todos los cuadros que le habían ido obsequiando sus autores, entre ellos algunos de los más cotizados de la pintura argentina de este siglo (Petorutti, Victorica, Quinquela Martín, Castagnino, Soldi, Butler, Forner etcétera). Jamás se desprendió de ninguno, ni siquiera en momentos de extrema pobreza, cuando algunos familiares o amigos trataron de persuadirlo de que vendiera uno o dos. Decía que él vivía solo y no necesitaba casi nada. Lo cierto es que no podía vender un don. No en vano había escrito: No tienes nada y me darías un mundo. Te debo un mundo. Y recuerdo otro detalle iluminador: su cuadro favorito era un pequeño óleo de Fortunato Lacámera, que representaba el solitario ángulo de un jardín, con una breve y desnuda mata junto a un muro. El pintor más humilde y la imagen más humilde: lo casi inexistente.
El pensar profundo transforma, como el amor profundo. Transforma y crea, porque encara la imposibilidad, la muerte, la nada. Esto se les olvidó a todos los gesticulantes revolucionarios de superficie. Pero no a la poesía, que es el pensar integrador y último, el pensar que siente, el pensar que crea, el verbo transfigurador, la abertura del fondo. ¿Es Porchia un poeta? En él se da la fundación del ser por la palabra, la palabra como ser, la existencia como creación a través del lenguaje, el lenguaje como salto hacia otra cosa. Sí, Porchia es un poeta. Pero a veces uno siente que es también algo más o distinto, algo que no sabemos decir. En pocos casos he sentido tanto como ante Porchia y su obra la fatal estrechez o ambigüedad de cualquier designación. Aquí se rompen los rótulos, por privilegiados o sublimes que sean. Y no es suficiente ni siquiera evocar algunas fórmulas más o menos felices, como por ejemplo aquella de la poesía del pensar, de Macedonio Fernández. Creo que Porchia está en la línea fundamental donde se juntan el pensamiento y la imagen, la poesía y la filosofía, cuya artificial separación tal vez constituya uno de nuestros lastres mayores.
No pude estar a su lado cuando murió. Poco tiempo antes había sufrido una caída, con un golpe en la cabeza del que probablemente no llegó a reponerse. El accidente ocurrió durante un fin de semana, en una quinta cercana a Buenos Aires a donde lo llevaba una familia que lo había descubierto no hacía mucho y creía que necesitaba distracción. Tal vez olvidaron sus palabras: Cuando lo superficial me cansa, me cansa tanto, que para descansar necesito un abismo. Pero él no quería resistir ante la insistencia de algo parecido a la amistad o el afecto. Había rechazado, por humildad, las invitaciones que le hicieron para visitar Europa, pero su calidez humana lo condujo hasta el punto exacto donde debía resbalar. Quizá no haya sentido ninguna sorpresa: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez.
¿Cómo entrar en una obra que es profundidad? Un camino es el indicado por Porchia: verla con hondura, para que se vuelva superficie. Otro camino podría estar dado por la paradójica respuesta de un maestro a la pregunta sobre cómo hacer para entrar en la filosofía: Estar adentro. Otro estaría en ser o volverse profundidad, como quería Plotino en relación con lo divino o lo bello. Y otro más podría ser crear en uno el vacío necesario para la inundación de la profundidad, parafraseando a Eckhart. Y otro más todavía, levantar una flor y sonreírle, como lo haría un maestro Zen, sin buscar ni decir otra cosa. Creo que si Porchia hubiera tenido que escoger, habría elegido la última alternativa. Entre muchas otras cosas, me anima a creerlo así cuando dice: Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.
Su voz lenta y entrañablemente modulada, con cierto acento extranjero, fue registrada en disco poco antes de su muerte y utilizada durante algún tiempo por una emisora de Buenos Aires, para cerrar a medianoche su transmisión, como un broche raro y abismal. Su voz no vulneraba el silencio. No puedo hoy leer sus textos sin volver a escucharla. Y ahora tampoco lo vulnera.
¿He hablado de Porchia o he hablado de mí? Creo que la profundidad no admite estas diferencias. Simplemente he hablado porque, como a él, me ha vencido lo que he dicho.
La palabra de la profundidad puede ser o parecer cruel a veces: Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes. Pero, si ahondamos, ¿esta aparente crueldad no es o podría ser un perfeccionamiento del amor?
Cuando algunos miembros de la institución artística donde había depositado casi íntegra la tirada de su primer libro se quejaron por el espacio que ocupaba, la obsequió tranquilamente a las bibliotecas populares. Cuando en una famosa revista literaria de Buenos Aires pretendieron corregir, por razones de gramática, algunos textos que le habían pedido luego de la sorprendente declaración de un escritor europeo de que cambiaría toda su obra por haber escrito esos fragmentos, no dudó en retirarlos de inmediato, sin decir absolutamente nada. Su humildad ejemplar y su admirable desprendimiento no se confundieron nunca con la debilidad. La fuerza del hombre profundo se afirma sobre una intensidad interior y sobre coordenadas que ni siquiera sospechan los frágiles apóstoles de la violencia.
La profundidad es lo opuesto a la política. No es extraño que esta palabra no aparezca en toda la obra de Porchia. La política maneja a los hombres, los instrumentaliza, los mediatiza, les impone prioridades, los subordina al poder y la ambición, los somete a causas e ideologías, los despersonaliza, los convierte en rebaño. Lo profundo es la conjugación del hombre en su totalidad y la visión de cada cosa en relación con todas las cosas, sin cálculos, sin artimañas, sin estrategias, sin planificaciones. Un hombre, cada hombre, no los hombres: Cien hombres, juntos, son la centésima parte de un hombre. La política es traición o impotencia ante la profundidad, una trágica tramoya sin relación con el ser, un tinglado concentracionario donde los hombres se transforman en muñecos o en víctimas. La vida profunda es el reconocimiento del ser y la valoración esencial de la existencia o la inexistencia de cada cosa: Y si nada se repite igual, todas las cosas son últimas cosas. La vida profunda es además la vigencia del ser por encima del hacer, la búsqueda de la consistencia, la prueba del mito engañoso de la acción. Porque sólo el ser hace: el otro "hacer" es una farsa, una fantasmagoría, la desastrosa confusión en que estamos perdidos. Por eso Porchia puede afirmar que el hacer no hace nada. O también: El no saber hacer supo hacer a Dios. O, entrando en la dimensión de sus más inefables relativizaciones: Lo que hice o no hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré creo que también pasó.
Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: “Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible”. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense.
Escribí alguna vez que la obra de Porchia es una aproximación al lenguaje total. Hoy me pregunto qué es la profundidad en el uso del lenguaje. Y recuerdo un pensamiento de Hebbel: Hay también una profundidad de la forma. Llega un momento en que el lenguaje abandona su papel operativo e instrumental y pasa a ser prueba o caución de lo indecible. Y más todavía: pasa simplemente a ser. Es la culminación del lenguaje, que se convierte entonces en el hombre mismo y adquiere su mayor dimensión de realidad, exigencia y desnudez, terriblemente próximo al pensar y al silencio. Por lo general, no tiene nada que ver con la vanguardia. Y aunque no es necesariamente un lenguaje para iniciados, requiere una suprema atención y una total entrega, quizá porque cada giro está respaldado por toda la posibilidad expresiva del hombre y también por toda su imposibilidad. Emerson escribió alguna vez: El hombre es sólo la mitad de sí mismo: la otra mitad es su expresión. Hay, sin embargo, casos como el de Porchia, ante los cuales sospechamos que todo el hombre puede llegar a convertirse en su expresión.
Recuerdo unas palabras que me dijera cierta tarde, mientras caminábamos por una calle de La Boca. Era aquel su barrio predilecto, uno de los más humildes de Buenos Aires, con sus pequeñas casas multicolores, su atmósfera de inmigrantes, la cercanía de esa oscura corriente de agua que es el Riachuelo, las sirenas de los barcos, los viejos bares en donde los marineros o los trabajadores del puerto se reúnen para olvidar o recordar quién sabe qué cosas, bebiendo y escuchando tangos. Él volvía de visitar en el hospital a una mujer que había querido mucho y que ahora yacía vieja, abandonada y enferma. Me repitió la frase con que había intentado alentarla: Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien. Sentí de pronto, como muchas otras veces a su lado, que la sabiduría no había muerto del todo y que en aquella olvidada calle de Buenos Aires quedaba algo de la fuerza oculta que sostiene todavía al mundo.
"Hay que osar lo abierto y la caída:
el desierto de la sed
no la sed del desierto."
Hugo Múgica
"Entiendo por utopía la belleza irrenunciable, y aún la espada del destino de un ángel que nos conduce hacia aquello que sabemos imposible"
María Zambrano
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Volver a las palabras. creer en ellas. Poco. Sólo un poco lo bastante como para salir a flote y coger aire y así poder aguantar, luego, en el fondo.Volver a las palabras. Con
voluntad de sentido. Boqueando. Pez en la orilla común de los creyentes. Volver. Decir superficie. Escribirla.
Chantal Maillard
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Soy una abierta ventana que escucha,
por donde ver tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.
Miguel Hernandez
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Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Samuel Beckket