jueves, 4 de octubre de 2007

ROBERTO JUARROZ: Antonio Porchia, a la profundidad recuperada (II)

La palabra de la profundidad puede ser o parecer cruel a veces: Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes. Pero, si ahondamos, ¿esta aparente crueldad no es o podría ser un perfeccionamiento del amor?

Cuando algunos miembros de la institución artística donde había depositado casi íntegra la tirada de su primer libro se quejaron por el espacio que ocupaba, la obsequió tranquilamente a las bibliotecas populares. Cuando en una famosa revista literaria de Buenos Aires pretendieron corregir, por razones de gramática, algunos textos que le habían pedido luego de la sorprendente declaración de un escritor europeo de que cambiaría toda su obra por haber escrito esos fragmentos, no dudó en retirarlos de inmediato, sin decir absolutamente nada. Su humildad ejemplar y su admirable desprendimiento no se confundieron nunca con la debilidad. La fuerza del hombre profundo se afirma sobre una intensidad interior y sobre coordenadas que ni siquiera sospechan los frágiles apóstoles de la violencia.


La profundidad es lo opuesto a la política. No es extraño que esta palabra no aparezca en toda la obra de Porchia. La política maneja a los hombres, los instrumentaliza, los mediatiza, les impone prioridades, los subordina al poder y la ambición, los somete a causas e ideologías, los despersonaliza, los convierte en rebaño. Lo profundo es la conjugación del hombre en su totalidad y la visión de cada cosa en relación con todas las cosas, sin cálculos, sin artimañas, sin estrategias, sin planificaciones. Un hombre, cada hombre, no los hombres: Cien hombres, juntos, son la centésima parte de un hombre. La política es traición o impotencia ante la profundidad, una trágica tramoya sin relación con el ser, un tinglado concentracionario donde los hombres se transforman en muñecos o en víctimas. La vida profunda es el reconocimiento del ser y la valoración esencial de la existencia o la inexistencia de cada cosa: Y si nada se repite igual, todas las cosas son últimas cosas. La vida profunda es además la vigencia del ser por encima del hacer, la búsqueda de la consistencia, la prueba del mito engañoso de la acción. Porque sólo el ser hace: el otro "hacer" es una farsa, una fantasmagoría, la desastrosa confusión en que estamos perdidos. Por eso Porchia puede afirmar que el hacer no hace nada. O también: El no saber hacer supo hacer a Dios. O, entrando en la dimensión de sus más inefables relativizaciones: Lo que hice o no hice, creo que pasó. Y lo que haré o no haré creo que también pasó.


Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: “Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible”. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense.

Escribí alguna vez que la obra de Porchia es una aproximación al lenguaje total. Hoy me pregunto qué es la profundidad en el uso del lenguaje. Y recuerdo un pensamiento de Hebbel: Hay también una profundidad de la forma. Llega un momento en que el lenguaje abandona su papel operativo e instrumental y pasa a ser prueba o caución de lo indecible. Y más todavía: pasa simplemente a ser. Es la culminación del lenguaje, que se convierte entonces en el hombre mismo y adquiere su mayor dimensión de realidad, exigencia y desnudez, terriblemente próximo al pensar y al silencio. Por lo general, no tiene nada que ver con la vanguardia. Y aunque no es necesariamente un lenguaje para iniciados, requiere una suprema atención y una total entrega, quizá porque cada giro está respaldado por toda la posibilidad expresiva del hombre y también por toda su imposibilidad. Emerson escribió alguna vez: El hombre es sólo la mitad de sí mismo: la otra mitad es su expresión. Hay, sin embargo, casos como el de Porchia, ante los cuales sospechamos que todo el hombre puede llegar a convertirse en su expresión.

Recuerdo unas palabras que me dijera cierta tarde, mientras caminábamos por una calle de La Boca. Era aquel su barrio predilecto, uno de los más humildes de Buenos Aires, con sus pequeñas casas multicolores, su atmósfera de inmigrantes, la cercanía de esa oscura corriente de agua que es el Riachuelo, las sirenas de los barcos, los viejos bares en donde los marineros o los trabajadores del puerto se reúnen para olvidar o recordar quién sabe qué cosas, bebiendo y escuchando tangos. Él volvía de visitar en el hospital a una mujer que había querido mucho y que ahora yacía vieja, abandonada y enferma. Me repitió la frase con que había intentado alentarla: Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien. Sentí de pronto, como muchas otras veces a su lado, que la sabiduría no había muerto del todo y que en aquella olvidada calle de Buenos Aires quedaba algo de la fuerza oculta que sostiene todavía al mundo.

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