miércoles, 23 de mayo de 2007

BARTLEBY (cuento de H. Melville) III

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.
No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.
Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.
Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.
La mañana siguiente llegó.
-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
-Preferiría no hacerlo.
-¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.
-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.
-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.
De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:
-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.
No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.
Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.
-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.
-¿Qué palabra, señor?
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.
-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera...
-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.
-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.
Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.
-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?
-Nunca más.
-¿Y por qué razón?
-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.
Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.
-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.
-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.
-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.
-Pero usted debe irse.
Silencio.
Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.
-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.
Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.
Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.
-Apuesto a que... -oí decir al pasar.
-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.
Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:
-Todavía no; estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.
-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.
-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.
-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Silenciosamente se retiró a su ermita.
Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.
Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más.

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