miércoles, 23 de mayo de 2007

BARTLEBY (cuento de H. Melville) I

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?
-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.
-¿Y los borrones? -insinué yo.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.
Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.
En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.

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